CAPÍTULO III
Hacienda la Atalaya
Eran tiempos difíciles y para poder buscarte la
vida te la tenías que jugar.
Dada la cercanía con Extremadura, mis viajes
a la tranquila Portugal eran continuos y allí,
encima de una colina, se encontraba una gran
Atalaya que presidía un campo de olivos.
Yo siempre le dedicaba unos minutos a
observarla. Era imponente, una fortaleza que
seguramente defendió a la perfección a sus
habitantes. Me fijaba en sus inseparables olivos,
e imaginaba que, a través de sus raíces, habían
bebido las batallas más fieras y las historias más
hermosas entre caballeros y doncellas.
Defensa. Fe. Humildad. Justicia. Generosidad y
Lealtad. Valores del caballero medieval, que,
con toda seguridad, aquellos olivos transmitían
a su aceite.
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